Leer de noche

Después de la medianoche. Mejor aún, pasada la una de la madrugada encuentro el mejor momento para leer.
Si existe un instante a partir del cual el trote –que primero es puro sudor, crujir de músculos y sufrimiento– se transforma en placer y nirvana más allá del esfuerzo, con la lectura sucede un hecho similar.
De pronto las almas del planeta se aquietan, los grillos y las moscas se congelan, los vecinos duermen el sueño eterno para dejar de arreglar ventanas maltrechas y reina el más sacro de los silencios.
Por supuesto, lo de sacro es un decir, casi una ironía, porque la noche está plagada de imponderables. Pero ¡qué importa! Metafóricamente solo y en pleno uso de mis facultades lectoras, puedo dejarme llevar a buen ritmo por la gula literaria.
Carezco de orden. Los títulos se acumulan a los costados de mi cama e interfiero en sus páginas con prepotencia. Me regodeo en la facilidad con que se puede saltar de una historia a la siguiente. Como si se tratara de un auténtico zapping televisivo.
Leer es un zapping sobre la imaginación preservada de los otros.
Creo que fue Rodrigo Fresán el que dijo que no es casualidad que los libros posean la forma de una puerta. Una puerta cerrada que se abre.
Una vez adentro observo el paisaje y tomo decisiones sobre la marcha: me quedo a vivir o me largo de este lugar. A veces permanezco. Como una relación amorosa que se prolonga más de lo esperado. Cada tanto un libro me enamora.
Cuanto más lejos me puede transportar una historia, más atrapado me siento. Es un juego de seducción entre la realidad y la fantasía. La fantasía perpetrada por un autor que mediante la palabra construye mundos más sensuales que el paraíso salvaje en el que vivimos.
Es una disputa entre la materia hermética y la materia porosa de lo utópico. Entre el ritmo de lo cotidiano y la velocidad inmemorial de lo eterno.
Porque, como ha sido escrito, en el principio era el verbo.
Uno de los libros que por estos días capta mi atención es «La velocidad de las cosas», de Fresán. Un conjuro que te hipnotiza y hace perder al interior de extraños y dispersos laberintos narrativos.
También hace unas horas terminé el clásico de Charles Bukowski «Mujeres», una obra que en mi juventud pasó por mis manos y cuya lectura fui posponiendo por estúpidos prejuicios. O bien porque Bukowski me había aburrido (luego de leer «La máquina de follar», «Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones» y, hasta la mitad, «Cartero» y «Escritos de un viejo indecente») o porque pensaba que a mis 20 y tantos ya sabía mucho de mujeres y de la vida con mayúsculas.
He vuelto a Bukowski cargado de dos certezas: la calidad de su pluma y mi ignorancia sobre ambos tópicos: mujeres, la vida.
Luego del viejo indecente he vagabundeado por ahí. Unas páginas de «Un saco de huesos», de Stephen King; un poco de «El fondo del cielo», de Rodrigo Fresán («una novela con ciencia ficción»); un cachito de «Humo», de Djuna Barnes. Y así hasta que llega el sueño.
Una taza de café prolonga por lo general mi travesía, pero no mucho. Sin ir más lejos, ayer me vi obligado a renunciar, a segundos del final, de «Hacia rutas salvajes» de Jon Krakauer, el libro en el cual se basó el filme de Sean Penn (que se alquila con el mismo nombre o se emite en la tevé como «Camino salvaje»).
Hay consuelo, me dije, mañana será otra noche. Nuevas puertas por abrir.

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Los cuentos del detective salvaje

Publicado en diario «Río Negro»

La figura de Roberto Bolaño ha recorrido un largo camino para llegar hasta nosotros sus lectores.

Vivió 50 años, lo que en la consideración de algunos es poco y en la de otros, suficiente. De todos modos, a Bolaño no le alcanzó para concluir tal y como él quería su obra cumbre «2666».

Este libro finalmente llegó a las librerías convertido en un basto continente al que aún le faltan algunos de sus paisajes, no sus mayores características geográficas pero sí una parte de su contorno definitivo. Los ¿»bolañólogos»? que no faltan ni le faltarán jamás a un personaje tan singular como Roberto Bolaño, aseguran que es así, que Bolaño murió estando cerca. A metros de hacer cumbre.

Se podría decir –y habrá a estas alturas quien se ofenda tomando en cuenta que Bolaño ya toca con sus manos etéreas el bronce y el prestigio celestiales– que su obra es cuando menos despareja. O inesperada en sus líneas de conducta estilística. O ciclotímica. O caprichosa. Probablemente más esto último que lo primero. No, no es lo mismo adentrarse en los pliegues y repliegues universitarios mexicanos de «Amuleto», que en la pesquisa sagrada y alucinante de «Los detectives sueltos». Son obras que uno no puede comparar y mejor no hacerlo por pura precaución.

De manera que sólo hay una vía absolutamente recomendable y segura de «entrarle» a Bolaño –tomando en cuenta que «Amuleto» parece simple, extraña y sombría, «Los detectives salvajes», implacable y exclusiva como un club de chicos duros y románticos, «La literatura nazi de América», erudita y desquiciada, y «2666», demencial y enciclopédica– y es la que conduce a sus relatos. Que, curiosamente o no, no se sienten como relatos sino como novelas que Bolaño decidió dejar en una suerte de limbo donde se debaten entre la síntesis y la infinitud.

En el 2010 editorial Anagrama reunió éstas, sus pequeñas obras, bajo el título «Cuentos», donde se concentran los libros «Llamadas telefónicas», «Putas asesinas» y «El gaucho insufrible». Una buena, una excelente oportunidad para embarcarse en ese mar profundo, lejano e hipnótico que supo construir el autor en sus pocos-suficientes años de vida.

Los cuentos de Bolaño guardan una rutina aleccionadora acerca de la imagen y el universo emocional de su creador. Como es sabido, Bolaño se volvió verdaderamente célebre, casi pop, sobre todo luego de que la crítica de «The New York Times» y gente como Susan Sontag y Patti Smith (que tuvieron para con su trabajo palabras de enorme admiración), lo descubrieran después de él morir. Antes de eso, debió ganarse el pan a base de empeño y austeridad.

Entonces, uno detecta una proverbial combinación en el discurso de Bolaño. La que resulta de ese hombre que alguna vez fue un tal Bolaño para llegar a convertirse en el Sr. Roberto Bolaño, del erudito literario, más los residuos anecdóticos de una noble y trajinada biografía.

Sus relatos son dulces y hoscos, profundos y aleccionadores. Los cuentos de Bolaño no se ahorran nada ni economizan. Como vienen se sirven en el plato. No uno sino varios cuentos, que figuran entre los más brillantes relatos cortos que se hayan escrito jamás en nuestra lengua. ¿Puede mencionar uno? Sí, claro: «El ojo Silva». Y hay que citarlo si no para qué estamos: «Aquella noche, cuando volvió a su hotel, sin poder dejar de llorar por sus hijos muertos, por los niños castrados que él no había conocido, por su juventud perdida, por todos los jóvenes que ya no eran jóvenes y por los jóvenes que murieron jóvenes, por los que lucharon por Salvador Allende y por los que tuvieron miedo de luchar por Salvador Allende, llamó a su amigo francés, que ahora vivía con un antiguo levantador de pesas búlgaro, y le pidió que le enviara un billete de avión y algo de dinero para pagar el hotel.

«Y su amigo francés le dijo que sí, que por supuesto, que lo haría de inmediato, y también le dijo ¿qué es ese ruido?, ¿estás llorando?, y el Ojo dijo que sí, que no podía dejar de llorar, que no sabía qué le pasaba, que llevaba horas llorando». Y sigue hasta un final de estremecedora y genial escritura «bolañesca».

La última parte del grueso libro, que incluye los cuentos de «El gaucho insufrible», dedicado a sus hijos, es además o incluso un bosquejo, un dibujo a mano alzada de su propio ocaso como ser humano. Bolaño divaga de un modo punzante acerca de la enfermedad y el sentido de la existencia. Un auténtico «sin sentido» apenas puesto entredicho mediante pocos y valiosos argumentos: sexo, libros y viajes. Aunque no necesariamente en ese orden.

Escribe Bolaño y se despide del libro y de la vida misma, la suya. «Es decir, para el poeta de Igitur no sólo nuestros actos están enfermos sino que también lo está el lenguaje. Pero mientras buscamos el antídoto o la medicina para curarnos, lo nuevo, aquello que sólo se puede encontrar en lo ignoto, hay que seguir transitando por el sexo, los libros y los viajes, aun a sabiendas de que nos llevan al abismo, que es, casualmente, el único sitio donde uno puede encontrar el antídoto».

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Leer de noche

Después de la medianoche. Mejor aún, pasada la una de la madrugada encuentro el mejor momento para leer.
Si existe un instante a partir del cual el trote –que primero es puro sudor, crujir de músculos y sufrimiento– se transforma en placer y nirvana más allá del esfuerzo, con la lectura sucede un hecho similar.
De pronto las almas del planeta se aquietan, los grillos y las moscas se congelan, los vecinos duermen el sueño eterno para dejar de arreglar ventanas maltrechas y reina el más sacro de los silencios.
Por supuesto, lo de sacro es un decir, casi una ironía, porque la noche está plagada de imponderables. Pero ¡qué importa! Metafóricamente solo y en pleno uso de mis facultades lectoras, puedo dejarme llevar a buen ritmo por la gula literaria.
Carezco de orden. Los títulos se acumulan a los costados de mi cama e interfiero en sus páginas con prepotencia. Me regodeo en la facilidad con que se puede saltar de una historia a la siguiente. Como si se tratara de un auténtico zapping televisivo.
Leer es un zapping sobre la imaginación preservada de los otros.
Creo que fue Rodrigo Fresán el que dijo que no es casualidad que los libros posean la forma de una puerta. Una puerta cerrada que se abre.
Una vez adentro observo el paisaje y tomo decisiones sobre la marcha: me quedo a vivir o me largo de este lugar. A veces permanezco. Como una relación amorosa que se prolonga más de lo esperado. Cada tanto un libro me enamora.
Cuanto más lejos me puede transportar una historia, más atrapado me siento. Es un juego de seducción entre la realidad y la fantasía. La fantasía perpetrada por un autor que mediante la palabra construye mundos más sensuales que el paraíso salvaje en el que vivimos.
Es una disputa entre la materia hermética y la materia porosa de lo utópico. Entre el ritmo de lo cotidiano y la velocidad inmemorial de lo eterno.
Porque, como ha sido escrito, en el principio era el verbo.
Uno de los libros que por estos días capta mi atención es «La velocidad de las cosas», de Fresán. Un conjuro que te hipnotiza y hace perder al interior de extraños y dispersos laberintos narrativos.
También hace unas horas terminé el clásico de Charles Bukowski «Mujeres», una obra que en mi juventud pasó por mis manos y cuya lectura fui posponiendo por estúpidos prejuicios. O bien porque Bukowski me había aburrido (luego de leer «La máquina de follar», «Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones» y, hasta la mitad, «Cartero» y «Escritos de un viejo indecente») o porque pensaba que a mis 20 y tantos ya sabía mucho de mujeres y de la vida con mayúsculas.
He vuelto a Bukowski cargado de dos certezas: la calidad de su pluma y mi ignorancia sobre ambos tópicos: mujeres, la vida.
Luego del viejo indecente he vagabundeado por ahí. Unas páginas de «Un saco de huesos», de Stephen King; un poco de «El fondo del cielo», de Rodrigo Fresán («una novela con ciencia ficción»); un cachito de «Humo», de Djuna Barnes. Y así hasta que llega el sueño.
Una taza de café prolonga por lo general mi travesía, pero no mucho. Sin ir más lejos, ayer me vi obligado a renunciar, a segundos del final, de «Hacia rutas salvajes» de Jon Krakauer, el libro en el cual se basó el filme de Sean Penn (que se alquila con el mismo nombre o se emite en la tevé como «Camino salvaje»).
Hay consuelo, me dije, mañana será otra noche. Nuevas puertas por abrir.

Publicada en diario «Río Negro»

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Entrevista con Alberto Fuguet

Publicado en diario «Río Negro»

Hubo un tiempo en que Alberto Fuguet estuvo peleado con todo el mundo. No con medio mundo, como suele decirse en estos casos, sino con todos y cada uno, con honrosas excepciones: sus fans.

Eran los 90 y Fuguet había publicado «Mala onda», una novela que revelaba intimidades, usos y costumbres de la clase social chilena más acomodada en el Santiago de los 80. En «Mala onda» hay mucho gesto punk por parte de su protagonista, Matías Vicuña; mucho padre «pendex» de billetera abierta las 24 horas, mucha «merca» en los baños y mucha pero mucha indolencia ante un mundo hipócrita siempre amenazado de pronta autodestrucción.

Por supuesto, las almas conservadoras del otro lado de la cordillera odiaron a este joven escritor nacional, intruso, letrado y criado hasta los 13 años en Encino, Estados Unidos, y que entonces, de vuelta en casa, se permitía el lujo de exponer en la vidriera los pecados adultos que –se sabe, se recomienda– deben permanecer en la sala del fondo, junto a la mesita y la chimenea. La derecha chilena lo odió por esto, al unísono y sin medida.

Sin embargo, Matías, ese dignísimo hijo de su padre, el que ronda por los mismos pasajes oscuros aunque siempre elegantes de un Santiago que emerge hacia una nueva economía, tiene el descaro de romper los delicados códigos de convivencia que mantienen a una cultura separada de otra.

Matías Vicuña se quita la máscara sagrada y un día calfica de espantosos los intocables, los solemnes pósteres de Violeta Parra, hiriendo así a otro segmento, a otro grupo de pertenencia que identifica a la sociedad chilena. La izquierda trasandina lo odió por esto, al unísono y sin medida.

Sin prisa pero sin pausa Fuguet se transformó en el paladín de una nueva literatura latinoamericana que parecía levantarse de entre las flores y las estatuas de bronce que había sembrado el realismo mágico.

Fuguet, como líder impensado, recopiló autores y con ellos armó un libro, «McOndo». Con el solo nombre queda explicado su sentido. «McOndo» fue el reflejo de lo que estaba pasando en materia literaria pos-Macondo. Los que amaban a Gabriel García Márquez lo odiaron por eso. Desde entonces y, probablemente, para siempre.

Debajo de la polémica había, hay y seguramente habrá un escritor por derecho propio. Un autor sobresaliente, verdaderamente distinto y original.

Fuguet acaba de publicar en la Argentina «Missing» (Alfaguara), acaso su mejor libro desde «Mala onda», donde relata la búsqueda de un tío perdido en el gran país del Norte. Pero en Chile ya se publicó «Aeropuertos» y Fuguet no se detiene allí. Su próxima novela, que está escribiendo, significará un reencuentro con Matías Vicuña muchos años después de la coca, los pósteres de Violeta y los ceños fruncidos de los adultos que maldecían su desparpajo generacional.

–Los periodistas siempre nos sentimos tentados de preguntarle al escritor qué parte de su novela es autobiográfica. Leyendo tu novela pensé en Truman Capote, en Norman Mailer… pensé en un artículo de Dan Hogan donde cuenta que Capote hizo pasar por verdadera una auténtica ficción en «Féretros tallados a mano». En definitiva, pensé en lo significativo que se vuelve «lo real» en «Missing», una novela donde parece no haber espacio para la mentira o la fantasía literaria. Cuando crucé la última línea vino a mi mente una pregunta obvia pero hasta cierto punto necesaria: ¿y si no fuera verdad todo esto? Entonces mis preguntas para vos son: ¿podrías haber construido «Missing» utilizando tu pura capacidad para ficcionalizar? ¿Por qué sentiste que era imprescindible escribir solamente a partir de hechos y personajes reales?

–Quizás una de las cosas que quería hacer en «Missing» era justamente que no me preguntaran eso, y por eso opté por hacerla lo más transparentemente autobiográfica posible. Dicho eso, no es 100% real pero no es pura ficción, para nada. Yo diría que es un 97,5% real si es que se puede cuantificar o sopesar lo «real». Creo que «Missing» podría ser perfectamente no real y funcionar igual a nivel literario puro pero creo que decir que es verdad (y lo es, en gran parte) ayuda a enganchar al lector, al menos el contemporáneo, que se siente más dispuesto a sumergirse en algo «real» que en algo «falso». Esto lo sé por mí mismo puesto que, en efecto, cada vez me cuesta más leer ficciones que miran más hacia el siglo XIX o hasta XX. Para mí leer ficción pura necesita de algo extra y ese extra no tiene que ser real pero necesita de un lenguaje pos-siglo XXI. Ahora, ¿si hubiera podido inventarlo todo? No lo sé. Quizás no. Ya había escrito de Carlos de manera tangencial y en esas ocasiones supongo que capté que no me daba para algo mayor. No sé si sentí que era imprescindible. Lo cierto es que creo que «Missing» no sólo es, como he dicho, una novela de no ficción sino el making of o los apuntes de una novela «normal». Creo que quizás me dio pereza escribir una novela «normal» acerca de Carlos, una novela en tercera persona, y organicé los retazos de lo que realmente sucedió. Lo más ficticio del libro es el monólogo, poema o canción que es cuando Carlos «escribe» su vida. Carlos no lo escribió, lo hice yo, y buena parte es inventada o exagerada. Lo construí a partir de datos verídicos, datos concretos que me contó y fui imaginándome qué sentía al vivir esas cosas, por qué tomaba tal o cual decisión. Hay un par de inventos míos ahí pero no son los que la gente cree. Son pinceladas por ahí o por allá. A la larga lo que importa es que la gente se lo crea y conecte y sienta. Eso a veces se puede lograr. Muchas veces no se logra aunque sea verdadero o falso. Supongo que ahí hay un ingrediente secreto. En este caso creo que fue mi conexión con el material y el poder identificarme y empatizar con ese personaje llamado Carlos, que es y no es Carlos. Para terminar: todo es real pero si conocieras a Carlos quizás te decepcionaría, entre otras cosas porque cuando uno conoce a alguien no accede a sus sentimientos o pensamientos.

–Espero que esto no te suene ofensivo porque no pretende serlo de ningún modo, pero Alberto Fuguet, el escritor, el personaje de la literatura contemporánea chilena, no parece nacido en Chile. Hay una suerte de fantasma, sombra, luz o algo que te hace inclasificable. Te hace distinto de la mayoría de los escritores latinoamericanos. «Mala onda», el libro que te hizo famoso, aunque está ambientado en Santiago tampoco se siente como un libro horneado en Chile (es más: diría que Roberto Bolaño tampoco parece chileno sino «españomexicano» y Alejandro Jodorovsky, «mexifrancés»). ¿Coincidís con esta mirada?

–Cero ofensa y sí, coincido, o me siento cómodo con el comentario. Hasta lo tomo como un halago. No porque no me sienta chileno, pero me gustaría pensar que lo que realmente importa en un autor es su obra, no su edad, raza o país. Quizás importa su idioma pero hasta ahí dudo a veces. No tengo claro siquiera en qué idioma fue escrito «Missing». No es 100% castellano. Yo sí nací en Chile pero mi idioma nativo es el inglés y sin embargo el idioma por el que opté y que es mi idioma es el castellano. Es mi idioma para todo, desde pensar hasta ducharme y, claro, escribir. En una era global, que es la era que me tocó, no ser del todo local no me parece un insulto. Sí me parece que ser apátrida lo es o que mis libros pareciera que pudieran ocurrir en cualquier parte. Yo creo que, a pesar de que quizás tenga un aire híbrido o liminal, a la vez sí son chilenos. O quizás de un nuevo Chile. O de un Chile o de una América Latina no tan escrita.

–He leído que estuviste muy cerca de dejar la literatura. ¿Es cierto esto? Y de serlo, ¿por qué tenías pensando abandonar una actividad que te convirtió en alguien reconocido y respetado?

–No hay que creer todo lo que uno lee, pero quizás sí… o me alejé. Entre «Tinta roja» y «LPDMV» pasaron muchos años: siete. Quizás lo que provocó una suerte de cansancio-desidia fue «McOndo», en el 96, que provocó una suerte de guerra que me llenó la cabeza de ruido. Ahora, releyendo tu pregunta, no estoy de acuerdo con la última parte: no me sentía respetado. Conocido, quizás. Acá, en Chile. Y más de la cuenta, pero «afuera» no y estaba algo harto de ser el imperialista, el que escribe de jóvenes americanos trasplantados. Incluso con «Missing» y ahora con «Aeropuertos» sigue ese estigma. Lo que pasa es que ya no me importa, ya no me siento totalmente chileno, por lo que lo que puede suceder en Chile dejó de ser tema (y me ha hecho, de paso, curiosamente, más chileno). Lo otro que creo que sucedió fue el cine. El poder finalmente hacer cine me cambió la vida y me replanteó qué implica narrar. El hacer cosas raras como el libro de Caicedo, recopilar la obra crítica de Héctor Soto o publicar casi bajo el radar algo como «Apuntes autistas» me hizo desaparecer sin tener que perderme del todo. Creo que filmar contribuyó mucho en la manera como escribí «Cortos», «Misssing» y «Aeropuertos». El sentir, supongo, que no todo era literatura, que podía hacer otra cosa, me permitió escribir de otra manera. Y filmar lo que yo quiero. La combinación de todo esto ha sido una bendición. Ahora deseo filmar y escribir. Ser un narrador. Eso intento. Eso hago. A eso me dedico.

–»Missing» también huele a película. Pero, si uno mira atentamente, tu literatura tiene una estructura, una textura que remite al cine de manera hasta obligada. ¿Cómo construyes tus novelas? ¿Son primero una película, un guión antes que una novela en sí?

–Yo lo veo más como un documental. Pero sí, tiene mucho de cine aunque no me interesa personalmente filmarla. Lo del monólogo es claramente una road movie. Para mí cine tiene mucho que ver con USA y una de las cosas fascinantes de hacer «Missing» fue poder meterme en el territorio ficticio americano: desde Kerouac a Bukowski, McCarthy, Shepard. Creo que antes escribía novelas porque no podía filmar. Ahí están las primeras. «Tinta roja» es claramente una peli o un filme noir sudaca. Todo depende. Todas mis pelis han nacido sin una matriz literaria. No me interesa adaptarme. Ni escribo pensando en que sean películas. Ahora bien, el caso de «Aeropuertos» es frik porque ahí partió como un guión que se filmó y luego me quedó la duda de cómo esos personajes llegaron a ese momento. «Aeropuertos» se escribió de atrás para adelante; primera vez que sucede y no creo que suceda de nuevo.

–Al final final, «Missing» se transforma en el paladar del lector en una profunda y vertiginosa reflexión acerca de la vida. Acerca del devenir de los hechos cotidianos y de las personas no excepcionales. Carlos, al final final, no queda transformado en un héroe ni en un villano. Sólo un hombre, un buen hombre que tomó un camino que se perdía al final final de la pantalla. Pero no hablemos de Carlos, hablemos de Alberto. ¿Cómo te retratas a ti mismo? ¿Qué puedes decir de Alberto Fuguet cuando te preguntan quién es Alberto Fuguet?

–Gracias. Quería que Carlos pudiera ser un héroe sin serlo. Que tuviera una épica sin ser un «gran personaje». Supongo que eso se puede aplicar a muchos de mis personajes. ¿Y respecto de mí? Espero no ser un personaje. Seguro que algunos me ven como uno, pero no lo soy. No sé qué puedo decir o si corresponde. Hablar en tercera persona es, dicen, señal de esquizofrenia. Pero sí te puedo decir que me siento bendecido, que me siento que ando poseído por una creatividad, que tengo mil ideas y que creo que mi misión o mi vocación o a lo que me dedico es justamente a contar historias o, mejor, construir personajes y echarlos al mundo. Creo que me dedico a construir de a poco un planeta mío, quizás el planeta Fuguet, un sitio armado de libros y películas y artículos que constituyen un lugar donde me siento cómodo y a cargo. Yo al final casi no existo: existen mis álter egos. Carlos es uno de ellos.

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Buscando al tío Carlos

 

Publicado en el diario «Río Negro»

Esta es la pura purísima verdad.
Un famoso y polémico escritor latinoamericano busca a su tío voluntariamente perdido en la inmensidad de los Estados Unidos.
Alberto Fuguet quiere encontrar a Carlos Fuguet.
Y aunque no todo comienza de este modo, a los fines estéticos de esta reseña, diremos que «todo comienza» con un llamado telefónico: «I’m looking for a missing person», dice Alberto Fuguet que fue criado entre Santiago de Chile y Los Angeles.
Entonces la historia arranca.
«Missing» (Alfaguara) implica un ejercicio de confianza. Parte de la magia, sólo parte, de este extraordinario libro (extraordinario en el sentido más amplio de la palabra) radica en que su historia sea cierta. O que lo parezca de un modo tan perfecto y aceitado que ya no importe.
Uno no puede dejar de preguntarse luego de atravesar a toda velocidad las últimas páginas si tanta cosa dicha, tanto desencuentro entre padres, hijos, hermanos, primos y tíos, tanta búsqueda frenética, tantas verdades familiares dichas con el corazón en la mano, tanto egoísmo, tanta revindicación, tanta vida, puede ser verdad en el contexto, en el marco, en el universo siempre sospechado de ficción de una novela.
Enfrentamos en «Missing» la verdad verdadera y no un ejercicio de ficción sobre la no ficción a los que nos tenía acostumbrado Truman Capote.
Viene a cuento Capote y el siguiente paréntesis dedicado al autor americano. Años después de inaugurar una nueva era literaria con su obra de non fiction «A sangre fría», Capote escribió una serie de relatos, estos también de no ficción, reunidos en «Música para camaleones».
Uno de ellos se llamó «Féretros tallados a mano». Básicamente contaba la historia real acerca de una serie de asesinatos cometidos en un pueblo del interior de los Estados Unidos, muy problablemente perpetrados por un rico estanciero local.
El texto incluye diálogos, descripciones y detalles que no dejan espacio a la duda: el relato es verídico. Pero no, el relato es falso. Completamente falso y, se dice, inspirado en las memorias de una mujer con la cual conversó Capote en algún momento.
Volviendo a Fuguet. Por el contrario, la historia que conforma el núcleo vital de «Missing» es auténtica. Pasó. De la A a la Z. Este simple aunque determinante hecho convierte a la novela en otro destacado y, en más de un sentido, conmovedor acontecimiento no ficcional literario después de mucho tiempo.
Por supuesto, su veracidad nos invita a reflexionar sobre el hecho de porqué, si la historia testimonia el extenso intinerario de una persona, no calificamos al libro como un lisa y llana biografía.
El punto es que «Missing» no se lee mejor porque los personajes y sus alternativas puedan ser enrolados bajo el amparo de la realidad pero, definitivamente, se lee distinto.
Fuguet deja la piel y los huesos en la partitura de su obra. Entrega, o se juega, el alma en un gesto kamikaze que debe entenderse – también, además, porqué no – como un ejercicio de respiración profunda. Un acto de autoreflexión trascendental. Como una catarsis documentada. Como una larga sesión de psiconálisis donde todos los síntomas, todas las fobias, todos los nudos emocionales son disueltos por y gracias a la omnipresencia de la palabra.
Si no fuera verdad, tal vez, este libro no ejercería sobre su autor la función terapeutica que se deduce ejerció cuando este lo volcó al papel.
Volviendo a Fuguet, Carlos.
Carlos fue un tipo disperso. Un apasionado. Un vividor. Un busca. Fue trasplantado a los Estados Unidos siendo un joven y por poco y lo mandan a pelear a la guerra de Vietnam.
«Missing» se ocupa de diseccionar la mirada de Carlos hacia sus padres, la de sus padres hacia Carlos, las peleas eternas intra familiares. En fin, lo de siempre pero amplificado por el fervor de una familia que un día marchó a la América con el sueño de hacerse la América. Lo de siempre pero con la salvedad, con el detalle, de que Carlos fugó. Se fue. Se diluyó. Se perdió en the land of the free and the home of the brave .
Lo de siempre pero contado por Fuguet, el escritor. El ahora reconocido escritor que en los 90 publicó una de las más polémicas novelas chilenas «Mala Onda». Obra comparable en su alcance social y literario a «Historia Argentina» de Rodrigo Fresán.
Fuguet albergaba esta historia, esta desaparición, en un espacio concreto de su persona. Como un tesoro inmerecido. Como una leyenda heredada con el propósito de ser, a su vez, transferida a las próximas generaciones. Como una deuda de honor. Como un deber samurai.
La historia inicia con la picazón, con el deseo poderoso de Fuguet por encontrar a Fuguet y termina no con su encuentro – lo medular del libro-, sino con una imagen cinematográfica que ubica a Carlos Fuguet en un punto más allá de lo lejos, donde se pierde sol y el horizonte adquiere la figura de un zarpazo de tigre.
Fuguet, Carlos, sigue su camino de saltimbanqui de la industria hotelera, mientras Fuguet, Alberto, lo observa en literario silencio, como el escritor consagrado que ha convertido una obsesión en arte.
O como el director de cine que imagina, tal vez y sólo tal vez, una película que por ahora es todavía un libro.

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«Blanco nocturno»

 

Publicado en diario «Río Negro»

«Se habían quedado en silencio. Una mariposa nocturna giraba sobre los focos con la misma decisión con que un animal sediento busca el agua en un charco. Al fin golpeó contra la lámpara encendida y cayó al piso, medio chamuscada. Un polvillo anaranjado ardió un instante en el aire y luego se disolvió como el agua en el agua».
Ricardo Piglia deja caer este bello y perfecto párrafo en los estertores de uno de los mejores libros publicados en el 2010, «Blanco nocturno» (Anagrama).
La última novela de un autor que se toma sus buenos años entre una obra y otra es un policial como la vida misma. Un policial que, al tiempo que reinventa el género, se ancla en la posibilidad de lo inexacto y lo inacabado, dos condiciones de lo real, para darle ajustada y apasionante forma al relato.
Piglia, un erudito del tópico, le incorporó a su novela elementos costumbristas locales que refieren a un campo argentino, despoblado, inmenso y feudal.
Hay un investigador, por supuesto. Un organismo tan particular como suelen serlo estos personajes en la literatura del género. Apenas un dato: cada tanto, cuando el comisario Croce siente la necesidad de reflexionar sin que nadie lo interrumpa, se refugia en un manicomio, el cual abandona cuando ya se siente mejor.
La historia no es sencilla y se vuelve más y más compleja a medida que avanza. Un mulato de origen caribeño pero de nacionalidad estadounidense aparece en un pueblo perdido de la provincia de Buenos Aires.
Sus maneras impecables, sus ropas a medida y su acaudalada billetera desatan los comentarios del lugar. Algunos aseguran que mantiene una relación amorosa con dos hermanas gemelas, hijas del hombre más rico de la zona, otros que ha venido a comprar caballos de carrera, otros que tiene en su poder el dinero de alguien más y, si lo tiene, es sólo para lavarlo en el extranjero.
Pero las apuestas dan un feroz vuelco cuando el forastero es asesinado y una parte de su dinero desaparece. Los motivos pueden ser tantos como las especulaciones que se tejen. Croce, el extraordinario comisario local, inicia una investigación que es antes que nada y sobre todo una recapitulación de los actos y los hechos y los poderes e intereses en sombras parcial o directamente vinculados a la figura de Tony Durán, que lo llevarán finalmente a encontrar un responsable.
El motivo ya es un asunto que quedará en penumbras, acaso, al arbitrio del lector.
Obra literaria con destino de pantalla grande, o novela poderosamente iconográfica, herramienta sutil y persistente de la que se vale Piglia para dar un exquisito salto literario en el marco de la literatura de habla hispana.
«Blanco nocturno» se lee, sí, pero también se presencia como un filme, como una representación de bastos intereses. La visión del comisario se entrelaza con la de Emilio Renzi, tradicional personaje de Piglia que mantiene una entrevista con una de las hermanas (lo que resulta en un misterioso monólogo), y con los otros diálogos entre Renzi y algunos de los protagonistas de la historia y también con las anotaciones explicativas del autor al pie del libro, que establecen puentes entre la verdad de la historia y la historia exterior, esa que en parte reflejan los diarios de cada época. Una memoria difusa que siempre requiere una nota al margen. No son apuntes rebuscados los de Piglia sino más bien rigurosas ayudas memoria, informaciones necesarias que clarean un escenario de los hechos en el que todo pudo y puede pasar.
¿Quién mató a Tony Durán? Es apenas una de las respuestas que se buscan responder en este apasionante libro, y apasionante en el sentido en que nos conmovían aquellas novelas en las que debíamos llegar al final para saber quién tenía las manos manchadas con sangre.
Sin embargo, «Blanco nocturno» no es una novela clásica. Por el contrario, es una novela atravesada por la modernidad y variedad expresiva.
Es una novela de su tiempo, intervenida por lo visual y por el peso locuaz del hipertexto.

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Tu pelo al viento

Y cada tanto nos pasa. Que escuchamos una canción, leemos un libro, vemos una película, y queremos que algún amigo sea parte del ritual. Que experimente a su modo, lo que el arte nos ha hecho vivir. Eso me pasa por estos días con Sigur Rós, que me quedaría en la esquina diciendo lo bueno que son. Acá un video en vivo, junto a Bjork, en el que interpretan un tema que escuché días atrás y que también recomendé en el blog.

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Entrevista con Abrasha Rotenberg

abrasha

Abrasha Rotenberg se ha hecho tiempo para todo. Junto a Jacobo Timerman fue fundador y director de «La Opinión», escritor (es autor de «Historia confidencial» y «Ultima carta de Moscú», entre otros), periodista y editor (al lado de Manuel Aguilar fundó en España la editorial Altalena). Este padre de hijos famosos, soportó el exilio y a la distancia se reveló como un coleccionista de chistes judíos. De eso se trata su último libro titulado sin más preámbulos como «Chistes judíos que me contó mi padre».

-Son muchas vidas en una. Recuerdo su muy interesante libro «Historia confidencial. La Opinión y otros olvidos», y ahora nos encontramos con este «Chistes judíos que me contó mi padre» (Libros del Zorzal). ¿Cómo nace la idea de elaborar un volumen con chistes judíos?

-Este es un libro que ya había sido editado hace algunos años en Europa. Tuvo una edición bellísima en Portugal y ahora sale acá, he recopilado algunas cosas más, y nuevos chistes que fueron incorporados. Es un destino agradable el de este libro. Son historias familiares que juegan con la exageración de lo real. Con la hipérbole de los hechos. No es un libro crítico o irónico es más bien una autobúsqueda que hace incapíe en rasgos culturales que terminan en un chiste o en una situación cómica.

-¿Hay un chiste judío, es decir, podría tipificárselo?

-La clave de estos chistes es la exageración. Una situación que tiene un origen familiar, cotidiano y que ha sido ampliado en función del chiste. Es un humor que se remonta a épocas difíciles. Muchas veces, de fondo, se describen situaciones de pobreza o necesidad y el chiste en sí refiere a algo cómico que produce alegría. Los personajes se transforman en protagonistas de una contradicción.

-Esto es básicamente reirse de los defectos o de una serie de pecados que contados con ingenio, nos hacen reir. Imagino que parte de todo lo que cuenta realmente existe.

-Uno le pone el acento a un rasgo de la personalidad o de los hechos, lo subraya. No quiere decir que sean exactamente de ese modo pero exagerándolos se vuelven más cercanos y más graciosos. Es una de las formas que encuentro de digerir la realidad que a veces no es tan divertida ni alegre.

-El humor judío está atravesado por una especie de autocrítica, si se la puede llamar así. Es el caso del rabino al que le han robado su caballo y quien en medio de un sermón condenando el robo y la lujuria, se da cuenta que lo olvidó en casa de su amante. O del otro que quiere venderle su mujer a su amigo a cambio de nada.

-El humor judío tiene elementos muy tradicionales algunos propios del siglo XIX. Viene de momentos de crisis que luego fueron transformados en una anécdota. La debilidad del prójimo por ser un avaro o un tipo que en el fondo tuerce las reglas, se utiliza casi como un elemento de ternura o risible. Hay situaciones en los chistes que hacen recordar las costumbres de los pueblitos de Rusia. Hubo épocas de mucha pobreza que involucraron a la cultura judía, de estas vivencias salieron reelaborados los chistes. Es también el humor que nace en el exilio y en condiciones difíciles. Es el contraste entre lo que es judío y lo que no. Y, claro, es el humor de Woody Allen.

-El humor como una oportunidad de reírnos de nosotros mismos aunque suene a un cliché.

-Si, el humor puede ayudarnos a soportar la adversidad y consolarnos.

Algunos de los chistes

Chistes que me enseñó mi padre

-¿Cuánto darías por mi mujer?-pregunta Moisés a Jacobo.

-¿Por tu mujer? Nada

-Es tuya

-Hijo mío, si trabajas tantas horas por día, ¿cuándo vas a tener tiempo para ganar dinero?

-Mira, Moisés, la marea baja

-¡Compra! ¡Compra!

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Tarde Caramelo

vicente

No podría decir con exactitud que es lo que me seduce más de esta canción. Si su breve aunque dulce estribillo o la variedad de acordes de guitarra que lo preceden, y que acompañan su intensidad final del mismo modo en que un cuento crece y desaparece en la voz de una madre.
Hay otros elementos involucrados. Como el hecho sorpresivo y, diría hasta esotérico, por el cual cada vez que la escucho siento que yo estuve allí: en un sendero junto a un río similar al que describe la letra, donde la tarde es caramelo, a la espera de los besos de una mujer.
Son elementos misteriosos los que me unen a una de las canciones flamencas más bellas que se hayan compuesto jamás. Perdido en su vaivén gitano, entre los brazos de una historia donde confluyen paisaje y deseo, color y textura sonoras, me olvido qué o quién soy. Es el sueño juvenil en el cual atraviesas un espejo de agua con el propósito de vivir una nueva existencia y mudar el alma.
La canción tiene dos momentos muy marcados. Por un lado, el prólogo hecho de perfectos acordes, punteos de guitarra típicamente flamencos y un coro suave y doliente que apura una historia que se revelará en unos segundos. Por el otro, el canto glorioso de “El Cigala”. Su interpretación profunda y vertiginosa se juega al borde del abismo: entre lo teatral y el acto desnudo. Un plano en el que Camarón de la Isla supo respirar lamentos.
La voz desgarrada de “El Cigala” es una de las tantas metáforas de la verdad.
Luego, el vacío, la guitarra y el contrapunto de las palmas.
Soy capaz de sentir la brisa que existe pero no describe el cantaor. El sol deshaciéndose sobre la tarde, impregnando de calor el pasto amarillo. No hay nadie en este camino rural. Sólo él y su sueño: un beso que lo transforme como hombre.
Del modo en que sólo ocurre con las obras maestras de la música, esta composición trasciende su origen para alcanzar el terreno voluptuoso e indescifrable de la imagen. Es cine y es música. Es poesía y es movimiento.
El título resulta a esta altura una obviedad: “La tarde caramelo” y forma parte del disco “Ciudad de las ideas” de Vicente Amigo, con el cual el guitarrista, heredero de Paco de Lucía, obtuvo un Grammy en 2001.
Su canción me recuerda que el amor no es amor si no hay decepción. Que el deseo está hecho de imposibilidad. De ausencia y, sobre todo, de enigma.
Un gesto de sutil tristeza se expande toda vez que “El Cigala” canta: “Cerca del río hay un sendero donde la tarde es caramelo. Cerca del río yo me pierdo, me encontraré cuando me encuentre con tu besos”. Entiendo que su voz es la llave hacia una experiencia superior.
Además de la versión original, en internet, encontré una en vivo que eriza la piel.
Después de que la escuches, me cuentas.

Discover Vicente Amigo!

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La vida secreta de las palabras

La frase no me pertenece aunque la pronuncié, como si fuera la primera vez, ignorando que otros ya la habían hecho suya: “Tengo miedo de ponerme a llorar y llorar hasta que todo se inunde”. Palabras más, palabras menos, se la escuché a una amiga y hace unas horas al personaje de una película maravillosa: “La vida secreta de las palabras”.
Son las palabras que negamos al aire aquellas capaces de desatar el llanto infinito. Vivir para llorar. Llorar viviendo. Salida del personaje del filme dirigido por Isabel Coixet, su significación no está enteramente revestida de amargura. También hay detrás un ingrediente de esperanza y de búsqueda. La clave del enigma se resuelve al saber que la chica, Hanna, se las dirige a un hombre. Su declaración es un reto. Un desafío amoroso que no puede esbozarse de un modo distinto. Tómalo o déjalo. Si lloro te ahogas vos y yo. ¿Me quieres aun?
¿Qué sucedería si dijéramos todo lo que tenemos guardado en la punta de la lengua o incluso más abajo, en el pecho, en los intestinos? Si nos rebeláramos de nuestra condición de seres pudorosos veríamos crecer las aguas. Y la aguas serían producto de las lágrimas.
Cada sensación, cada experiencia vivida imprime una palabra en nuestra psiquis al tiempo que un acertijo en nuestro corazón que debemos resolver. Somos hijos de los deseos y los sueños de otros y portamos estandartes, medallas y obsesiones que no siempre nos identifican. Hasta que nos llega el turno de mover las fichas sobre el tablero. El problema radica en que no conocemos realmente el juego y tardamos demasiado en entender que cada movimiento implica una serie de otros movimientos y que esa energía que se desdobla y triplica en la fricción, que se expande y crea colores, finalmente volverá a nosotros con la potencia suficiente para herirnos o iluminarnos.
Vivir es decir y ser dicho. Llorar es la erupción de un lenguaje contenido. La lava de las emociones. Llorar como una reacción, como un efecto que nos devuelve a un espacio natural: somos seres amantes y buscamos calor. Cuando niños, berreamos por leche y besos. En eso estamos, aun si la adultez nos ha agarrado de las solapas.
No son necesarias miles de experiencias para provocar una grieta en el alma de cualquier persona. Basta una. Un momento. Un paisaje. Una línea sobre la tela blanca y poblada de manchas que nos refleja para que lo cotidiano tiemble. Por lo general, no somos capaces de decir qué es exactamente “eso”. Lo soslayamos. Le pasamos por el costado. Lo vestimos de seda o con harapos y nos hacemos los que no tenemos la más remota idea de quién o qué es aquel espantapájaros. ¿Lo conozco, señor dolor? No, de ningún sitio.
Las palabras siguen vertiéndose sobre la herida. Unas arribas de las otras. Un número de circo en el que los malabaristas usan como punto de apoyo los hombros y los antebrazos de sus compañeros. Al final, después de muchos años de callar, se hace obvia una escena ridículamente peligrosa: miles de tipos subidos a dos ruedas famélicas. Una troup que se sostiene por obra y gracia de un milagro. A punto de desplomarse. Entonces, la frase: siento que si lloro ya no voy a parar jamás.
Luego, sólo queda llorar y ver que pasa.

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