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Leer de noche

Después de la medianoche. Mejor aún, pasada la una de la madrugada encuentro el mejor momento para leer.
Si existe un instante a partir del cual el trote –que primero es puro sudor, crujir de músculos y sufrimiento– se transforma en placer y nirvana más allá del esfuerzo, con la lectura sucede un hecho similar.
De pronto las almas del planeta se aquietan, los grillos y las moscas se congelan, los vecinos duermen el sueño eterno para dejar de arreglar ventanas maltrechas y reina el más sacro de los silencios.
Por supuesto, lo de sacro es un decir, casi una ironía, porque la noche está plagada de imponderables. Pero ¡qué importa! Metafóricamente solo y en pleno uso de mis facultades lectoras, puedo dejarme llevar a buen ritmo por la gula literaria.
Carezco de orden. Los títulos se acumulan a los costados de mi cama e interfiero en sus páginas con prepotencia. Me regodeo en la facilidad con que se puede saltar de una historia a la siguiente. Como si se tratara de un auténtico zapping televisivo.
Leer es un zapping sobre la imaginación preservada de los otros.
Creo que fue Rodrigo Fresán el que dijo que no es casualidad que los libros posean la forma de una puerta. Una puerta cerrada que se abre.
Una vez adentro observo el paisaje y tomo decisiones sobre la marcha: me quedo a vivir o me largo de este lugar. A veces permanezco. Como una relación amorosa que se prolonga más de lo esperado. Cada tanto un libro me enamora.
Cuanto más lejos me puede transportar una historia, más atrapado me siento. Es un juego de seducción entre la realidad y la fantasía. La fantasía perpetrada por un autor que mediante la palabra construye mundos más sensuales que el paraíso salvaje en el que vivimos.
Es una disputa entre la materia hermética y la materia porosa de lo utópico. Entre el ritmo de lo cotidiano y la velocidad inmemorial de lo eterno.
Porque, como ha sido escrito, en el principio era el verbo.
Uno de los libros que por estos días capta mi atención es «La velocidad de las cosas», de Fresán. Un conjuro que te hipnotiza y hace perder al interior de extraños y dispersos laberintos narrativos.
También hace unas horas terminé el clásico de Charles Bukowski «Mujeres», una obra que en mi juventud pasó por mis manos y cuya lectura fui posponiendo por estúpidos prejuicios. O bien porque Bukowski me había aburrido (luego de leer «La máquina de follar», «Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones» y, hasta la mitad, «Cartero» y «Escritos de un viejo indecente») o porque pensaba que a mis 20 y tantos ya sabía mucho de mujeres y de la vida con mayúsculas.
He vuelto a Bukowski cargado de dos certezas: la calidad de su pluma y mi ignorancia sobre ambos tópicos: mujeres, la vida.
Luego del viejo indecente he vagabundeado por ahí. Unas páginas de «Un saco de huesos», de Stephen King; un poco de «El fondo del cielo», de Rodrigo Fresán («una novela con ciencia ficción»); un cachito de «Humo», de Djuna Barnes. Y así hasta que llega el sueño.
Una taza de café prolonga por lo general mi travesía, pero no mucho. Sin ir más lejos, ayer me vi obligado a renunciar, a segundos del final, de «Hacia rutas salvajes» de Jon Krakauer, el libro en el cual se basó el filme de Sean Penn (que se alquila con el mismo nombre o se emite en la tevé como «Camino salvaje»).
Hay consuelo, me dije, mañana será otra noche. Nuevas puertas por abrir.

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Los cuentos del detective salvaje

Publicado en diario «Río Negro»

La figura de Roberto Bolaño ha recorrido un largo camino para llegar hasta nosotros sus lectores.

Vivió 50 años, lo que en la consideración de algunos es poco y en la de otros, suficiente. De todos modos, a Bolaño no le alcanzó para concluir tal y como él quería su obra cumbre «2666».

Este libro finalmente llegó a las librerías convertido en un basto continente al que aún le faltan algunos de sus paisajes, no sus mayores características geográficas pero sí una parte de su contorno definitivo. Los ¿»bolañólogos»? que no faltan ni le faltarán jamás a un personaje tan singular como Roberto Bolaño, aseguran que es así, que Bolaño murió estando cerca. A metros de hacer cumbre.

Se podría decir –y habrá a estas alturas quien se ofenda tomando en cuenta que Bolaño ya toca con sus manos etéreas el bronce y el prestigio celestiales– que su obra es cuando menos despareja. O inesperada en sus líneas de conducta estilística. O ciclotímica. O caprichosa. Probablemente más esto último que lo primero. No, no es lo mismo adentrarse en los pliegues y repliegues universitarios mexicanos de «Amuleto», que en la pesquisa sagrada y alucinante de «Los detectives sueltos». Son obras que uno no puede comparar y mejor no hacerlo por pura precaución.

De manera que sólo hay una vía absolutamente recomendable y segura de «entrarle» a Bolaño –tomando en cuenta que «Amuleto» parece simple, extraña y sombría, «Los detectives salvajes», implacable y exclusiva como un club de chicos duros y románticos, «La literatura nazi de América», erudita y desquiciada, y «2666», demencial y enciclopédica– y es la que conduce a sus relatos. Que, curiosamente o no, no se sienten como relatos sino como novelas que Bolaño decidió dejar en una suerte de limbo donde se debaten entre la síntesis y la infinitud.

En el 2010 editorial Anagrama reunió éstas, sus pequeñas obras, bajo el título «Cuentos», donde se concentran los libros «Llamadas telefónicas», «Putas asesinas» y «El gaucho insufrible». Una buena, una excelente oportunidad para embarcarse en ese mar profundo, lejano e hipnótico que supo construir el autor en sus pocos-suficientes años de vida.

Los cuentos de Bolaño guardan una rutina aleccionadora acerca de la imagen y el universo emocional de su creador. Como es sabido, Bolaño se volvió verdaderamente célebre, casi pop, sobre todo luego de que la crítica de «The New York Times» y gente como Susan Sontag y Patti Smith (que tuvieron para con su trabajo palabras de enorme admiración), lo descubrieran después de él morir. Antes de eso, debió ganarse el pan a base de empeño y austeridad.

Entonces, uno detecta una proverbial combinación en el discurso de Bolaño. La que resulta de ese hombre que alguna vez fue un tal Bolaño para llegar a convertirse en el Sr. Roberto Bolaño, del erudito literario, más los residuos anecdóticos de una noble y trajinada biografía.

Sus relatos son dulces y hoscos, profundos y aleccionadores. Los cuentos de Bolaño no se ahorran nada ni economizan. Como vienen se sirven en el plato. No uno sino varios cuentos, que figuran entre los más brillantes relatos cortos que se hayan escrito jamás en nuestra lengua. ¿Puede mencionar uno? Sí, claro: «El ojo Silva». Y hay que citarlo si no para qué estamos: «Aquella noche, cuando volvió a su hotel, sin poder dejar de llorar por sus hijos muertos, por los niños castrados que él no había conocido, por su juventud perdida, por todos los jóvenes que ya no eran jóvenes y por los jóvenes que murieron jóvenes, por los que lucharon por Salvador Allende y por los que tuvieron miedo de luchar por Salvador Allende, llamó a su amigo francés, que ahora vivía con un antiguo levantador de pesas búlgaro, y le pidió que le enviara un billete de avión y algo de dinero para pagar el hotel.

«Y su amigo francés le dijo que sí, que por supuesto, que lo haría de inmediato, y también le dijo ¿qué es ese ruido?, ¿estás llorando?, y el Ojo dijo que sí, que no podía dejar de llorar, que no sabía qué le pasaba, que llevaba horas llorando». Y sigue hasta un final de estremecedora y genial escritura «bolañesca».

La última parte del grueso libro, que incluye los cuentos de «El gaucho insufrible», dedicado a sus hijos, es además o incluso un bosquejo, un dibujo a mano alzada de su propio ocaso como ser humano. Bolaño divaga de un modo punzante acerca de la enfermedad y el sentido de la existencia. Un auténtico «sin sentido» apenas puesto entredicho mediante pocos y valiosos argumentos: sexo, libros y viajes. Aunque no necesariamente en ese orden.

Escribe Bolaño y se despide del libro y de la vida misma, la suya. «Es decir, para el poeta de Igitur no sólo nuestros actos están enfermos sino que también lo está el lenguaje. Pero mientras buscamos el antídoto o la medicina para curarnos, lo nuevo, aquello que sólo se puede encontrar en lo ignoto, hay que seguir transitando por el sexo, los libros y los viajes, aun a sabiendas de que nos llevan al abismo, que es, casualmente, el único sitio donde uno puede encontrar el antídoto».

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Buscando al tío Carlos

 

Publicado en el diario «Río Negro»

Esta es la pura purísima verdad.
Un famoso y polémico escritor latinoamericano busca a su tío voluntariamente perdido en la inmensidad de los Estados Unidos.
Alberto Fuguet quiere encontrar a Carlos Fuguet.
Y aunque no todo comienza de este modo, a los fines estéticos de esta reseña, diremos que «todo comienza» con un llamado telefónico: «I’m looking for a missing person», dice Alberto Fuguet que fue criado entre Santiago de Chile y Los Angeles.
Entonces la historia arranca.
«Missing» (Alfaguara) implica un ejercicio de confianza. Parte de la magia, sólo parte, de este extraordinario libro (extraordinario en el sentido más amplio de la palabra) radica en que su historia sea cierta. O que lo parezca de un modo tan perfecto y aceitado que ya no importe.
Uno no puede dejar de preguntarse luego de atravesar a toda velocidad las últimas páginas si tanta cosa dicha, tanto desencuentro entre padres, hijos, hermanos, primos y tíos, tanta búsqueda frenética, tantas verdades familiares dichas con el corazón en la mano, tanto egoísmo, tanta revindicación, tanta vida, puede ser verdad en el contexto, en el marco, en el universo siempre sospechado de ficción de una novela.
Enfrentamos en «Missing» la verdad verdadera y no un ejercicio de ficción sobre la no ficción a los que nos tenía acostumbrado Truman Capote.
Viene a cuento Capote y el siguiente paréntesis dedicado al autor americano. Años después de inaugurar una nueva era literaria con su obra de non fiction «A sangre fría», Capote escribió una serie de relatos, estos también de no ficción, reunidos en «Música para camaleones».
Uno de ellos se llamó «Féretros tallados a mano». Básicamente contaba la historia real acerca de una serie de asesinatos cometidos en un pueblo del interior de los Estados Unidos, muy problablemente perpetrados por un rico estanciero local.
El texto incluye diálogos, descripciones y detalles que no dejan espacio a la duda: el relato es verídico. Pero no, el relato es falso. Completamente falso y, se dice, inspirado en las memorias de una mujer con la cual conversó Capote en algún momento.
Volviendo a Fuguet. Por el contrario, la historia que conforma el núcleo vital de «Missing» es auténtica. Pasó. De la A a la Z. Este simple aunque determinante hecho convierte a la novela en otro destacado y, en más de un sentido, conmovedor acontecimiento no ficcional literario después de mucho tiempo.
Por supuesto, su veracidad nos invita a reflexionar sobre el hecho de porqué, si la historia testimonia el extenso intinerario de una persona, no calificamos al libro como un lisa y llana biografía.
El punto es que «Missing» no se lee mejor porque los personajes y sus alternativas puedan ser enrolados bajo el amparo de la realidad pero, definitivamente, se lee distinto.
Fuguet deja la piel y los huesos en la partitura de su obra. Entrega, o se juega, el alma en un gesto kamikaze que debe entenderse – también, además, porqué no – como un ejercicio de respiración profunda. Un acto de autoreflexión trascendental. Como una catarsis documentada. Como una larga sesión de psiconálisis donde todos los síntomas, todas las fobias, todos los nudos emocionales son disueltos por y gracias a la omnipresencia de la palabra.
Si no fuera verdad, tal vez, este libro no ejercería sobre su autor la función terapeutica que se deduce ejerció cuando este lo volcó al papel.
Volviendo a Fuguet, Carlos.
Carlos fue un tipo disperso. Un apasionado. Un vividor. Un busca. Fue trasplantado a los Estados Unidos siendo un joven y por poco y lo mandan a pelear a la guerra de Vietnam.
«Missing» se ocupa de diseccionar la mirada de Carlos hacia sus padres, la de sus padres hacia Carlos, las peleas eternas intra familiares. En fin, lo de siempre pero amplificado por el fervor de una familia que un día marchó a la América con el sueño de hacerse la América. Lo de siempre pero con la salvedad, con el detalle, de que Carlos fugó. Se fue. Se diluyó. Se perdió en the land of the free and the home of the brave .
Lo de siempre pero contado por Fuguet, el escritor. El ahora reconocido escritor que en los 90 publicó una de las más polémicas novelas chilenas «Mala Onda». Obra comparable en su alcance social y literario a «Historia Argentina» de Rodrigo Fresán.
Fuguet albergaba esta historia, esta desaparición, en un espacio concreto de su persona. Como un tesoro inmerecido. Como una leyenda heredada con el propósito de ser, a su vez, transferida a las próximas generaciones. Como una deuda de honor. Como un deber samurai.
La historia inicia con la picazón, con el deseo poderoso de Fuguet por encontrar a Fuguet y termina no con su encuentro – lo medular del libro-, sino con una imagen cinematográfica que ubica a Carlos Fuguet en un punto más allá de lo lejos, donde se pierde sol y el horizonte adquiere la figura de un zarpazo de tigre.
Fuguet, Carlos, sigue su camino de saltimbanqui de la industria hotelera, mientras Fuguet, Alberto, lo observa en literario silencio, como el escritor consagrado que ha convertido una obsesión en arte.
O como el director de cine que imagina, tal vez y sólo tal vez, una película que por ahora es todavía un libro.

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«Blanco nocturno»

 

Publicado en diario «Río Negro»

«Se habían quedado en silencio. Una mariposa nocturna giraba sobre los focos con la misma decisión con que un animal sediento busca el agua en un charco. Al fin golpeó contra la lámpara encendida y cayó al piso, medio chamuscada. Un polvillo anaranjado ardió un instante en el aire y luego se disolvió como el agua en el agua».
Ricardo Piglia deja caer este bello y perfecto párrafo en los estertores de uno de los mejores libros publicados en el 2010, «Blanco nocturno» (Anagrama).
La última novela de un autor que se toma sus buenos años entre una obra y otra es un policial como la vida misma. Un policial que, al tiempo que reinventa el género, se ancla en la posibilidad de lo inexacto y lo inacabado, dos condiciones de lo real, para darle ajustada y apasionante forma al relato.
Piglia, un erudito del tópico, le incorporó a su novela elementos costumbristas locales que refieren a un campo argentino, despoblado, inmenso y feudal.
Hay un investigador, por supuesto. Un organismo tan particular como suelen serlo estos personajes en la literatura del género. Apenas un dato: cada tanto, cuando el comisario Croce siente la necesidad de reflexionar sin que nadie lo interrumpa, se refugia en un manicomio, el cual abandona cuando ya se siente mejor.
La historia no es sencilla y se vuelve más y más compleja a medida que avanza. Un mulato de origen caribeño pero de nacionalidad estadounidense aparece en un pueblo perdido de la provincia de Buenos Aires.
Sus maneras impecables, sus ropas a medida y su acaudalada billetera desatan los comentarios del lugar. Algunos aseguran que mantiene una relación amorosa con dos hermanas gemelas, hijas del hombre más rico de la zona, otros que ha venido a comprar caballos de carrera, otros que tiene en su poder el dinero de alguien más y, si lo tiene, es sólo para lavarlo en el extranjero.
Pero las apuestas dan un feroz vuelco cuando el forastero es asesinado y una parte de su dinero desaparece. Los motivos pueden ser tantos como las especulaciones que se tejen. Croce, el extraordinario comisario local, inicia una investigación que es antes que nada y sobre todo una recapitulación de los actos y los hechos y los poderes e intereses en sombras parcial o directamente vinculados a la figura de Tony Durán, que lo llevarán finalmente a encontrar un responsable.
El motivo ya es un asunto que quedará en penumbras, acaso, al arbitrio del lector.
Obra literaria con destino de pantalla grande, o novela poderosamente iconográfica, herramienta sutil y persistente de la que se vale Piglia para dar un exquisito salto literario en el marco de la literatura de habla hispana.
«Blanco nocturno» se lee, sí, pero también se presencia como un filme, como una representación de bastos intereses. La visión del comisario se entrelaza con la de Emilio Renzi, tradicional personaje de Piglia que mantiene una entrevista con una de las hermanas (lo que resulta en un misterioso monólogo), y con los otros diálogos entre Renzi y algunos de los protagonistas de la historia y también con las anotaciones explicativas del autor al pie del libro, que establecen puentes entre la verdad de la historia y la historia exterior, esa que en parte reflejan los diarios de cada época. Una memoria difusa que siempre requiere una nota al margen. No son apuntes rebuscados los de Piglia sino más bien rigurosas ayudas memoria, informaciones necesarias que clarean un escenario de los hechos en el que todo pudo y puede pasar.
¿Quién mató a Tony Durán? Es apenas una de las respuestas que se buscan responder en este apasionante libro, y apasionante en el sentido en que nos conmovían aquellas novelas en las que debíamos llegar al final para saber quién tenía las manos manchadas con sangre.
Sin embargo, «Blanco nocturno» no es una novela clásica. Por el contrario, es una novela atravesada por la modernidad y variedad expresiva.
Es una novela de su tiempo, intervenida por lo visual y por el peso locuaz del hipertexto.

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Un joven macilento

Manuel Vicent y un perfil de Marcel Proust

El niño mimado monta un drama porque su madre, que atendía a unos invitados, no ha subido a darle el beso de buenas noches. El adolescente enfermizo, lleno de melindres, incómodo con su corbata tan ancha como la cofia de su nodriza alsaciana juega por las tardes en los jardines de los Campos Elíseos con niñas de la burguesía dorada, se enamora perdidamente de una de ellas, Marie de Bérnardaky, hija de un aristócrata ruso, pero su belleza lo deja paralizado. El estudiante del Liceo Condorcet, afectado y ceremonioso, se retuerce en una neurosis compulsiva porque algunos condiscípulos, de los que también se ha enamorado, no le devuelven el afecto que él está dispuesto a darles. Entre todos el más guapo e indiferente es Daniel Halévy, quien soportará innumerables cartas doloridas de amor y despecho. Otros compañeros forman parte de esta galería de deseos contrariados, Jacques Bizet, Reynaldo Hahn, Lucien Daudet, Charles Hass, a los que trata de introducir con zalamerías en el mundo de los placeres ambiguos donde la belleza se libra de toda carga moral. El desprecio a sus requerimientos, sin dejar de admirar su ingenio por conseguirlos, será la ofrenda que reciba de sus amigos, si bien alguno será conducido de la mano a la oscuridad del jardín de las Tullerías y luego a realizar el doctorado en los prostíbulos masculinos de la plaza de Clichy.

El artículo completo en El País

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El lado de la suerte

La buena suerte
consiste en caer
del lado izquierdo
del Azar
La buena suerte
consiste en caer
más allá de mi cabeza
La buena suerte
consiste en estrellarse
contra los árboles
Todo el mundo se queja

27/7/81
San Fernando Valley

Sam Shepard, escritor, actor, autor de «Crónicas de motel», entre otros.

Más textos de Crónicas de Motel

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Todavía no soy un santo

…Y entonces fue cuando volví a creer en Dios, y comprendí que Sook tenía razón: que todo era designio del Señor, la luna llena y la luna nueva, la lluvia que caía, que sólo bastaba pedir a Dios que me ayudara, y El me ayudaría.
TC: Y ¿Te ha ayudado?
TC: Sí. Más y más. Pero todavía no soy un santo. Soy un alcóholico. Un drogadicto. Un homosexual. Soy un genio. Por supuesto, podría ser estas cuatro cosas tan dudosas, y seguir siendo un santo. Pero no soy un santo todavía, no señor.
TC: Bueno, Roma no se hizo en un día. Terminemos de una vez y tratemos de cerrar los ojos
.

Fragmento de una entrevista hecha por Truman Capote a sí mismo. «Música para camaleones».

La fotografía la encontré acá

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El amor antes del amor

«Nadie sabe nada de sí antes de la acción en la que tendrá que empeñarse todo él. No conocemos la fuerza del mar hasta que el mar no se mueve. No conocemos el amor antes del amor

«De este mundo y del otro», de José Saramago.

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Lector

«Soy un lector todo el tiempo. No soy un escritor, no soy Javier Marías. Soy un lector que escribe libros. Si yo fuera sólo escritor estaría muerto. Sería un teórico. Estaría seco. Por eso no tengo dos novelas iguales. Ganaría una pasta horrorosa y sería más cómodo, pero igual que me apetece como lector leer cosas diferentes, me apetece escribir cosas como Agatha Christie y cosas como Joseph Conrad. Estoy vivo como escritor porque soy lector».

Arturo Pérez Reverte en El País

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Decimos beber

 Beber;

«Echar un trago, ponerse en curda, chupar, empinar el codo, mamarse, embriagarse. El individuo que se da a la bebida es mal visto, pero las naciones bebedoras ocupan la vanguardia de la civilización y el poder. Enfrentados con los cristianos, que beben mucho, los abstemios mahometanos se derrumban como el pasto frente a la guadaña. En la India cien mil habitantes británicos comedores de carne y chupadores de brandy con soda subyugan a doscientos cincuenta millones de abstemios vegetariamos de la misma raza aria. ¡Y con cuánta gallardía el norteamericano bebedor de whisky desalojó al moderado español de sus posesiones! Desde la época en que los piratas nórdicos asolaron las costas de Europa occidental y durmieron, borrachos, en cada puerto conquistado, ha sido lo mismo: en todas partes las naciones que toman demasiado pelean bien, aunque no las acompañe la justicia.»

Ambrose Bierce
“Diccionario del diablo” de Ambrose Bierce. Edimat Libros. 1998. Traducción de Rodolfo Walsh.

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