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Ser y no ser

Después de mucho dar vueltas he terminado una novela con la que mantuve una extraña relación de amor-odio. “Cómo ser buenos”, de Nick Hornby. Me la prestó una amiga paciente. Leí sus primeras 150 páginas con bastante rapidez pero luego comenzaron a cansarme sus personajes. En algún punto perdí la energía necesaria para terminarla. No llegué a la fase del abandono definitivo de su lectura, pero ya empezaba a preocuparme el hecho de verla en el medio de una pila de libros, víctimas de mi inconstancia.
Hace unas horas decidí ponerme al día, por mucho que me molestara la existencia de un tal David, que durante buena parte de la historia no hace más que traslucir una rica variedad de conductas estúpidas. Debo confesar, que no muy en el fondo, me siento reflejado en el esposo lelo de la protagonista, Katie.
No voy a contar la historia completa aquí. Baste decir que son un matrimonio en crisis y que ambos han encontrado formas más o menos tradicionales de soportar la sensación inseguridad y frustración que viene con el paso del tiempo. Los dos están tratando de sobrevivir a sí mismos y al otro con relativa dignidad, sin mostrarse, en el camino, demasiado desagradables con los demás: sus hijos, sus amigos, sus compañeros de trabajo, por ejemplo. Es decir, intentan ser buenos.
Entre las muchas conclusiones que me quedan dando vueltas, luego de terminada la novela de Hornby, una de ellas tiene la forma de una pregunta que presume de intelecutal. Igual la hago: ¿No es la insatisfacción un invento de la cultura occidental? Me refiero a que, hemos visto tantas películas y leídos tantos libros, que vamos por la vida escuchando nuestra propia banda de sonido, con la expectativa de que las cosas se resuelvan por un sí o un no tajante. Una vía que no amerite puntos suspensivos. Finales con títulos y detalles técnicos. Pero finales. “Y se amaron para siempre”. “Y se separaron y fueron felices con otras personas”. “Y tenían razón”. “Y estaban totamente equivocados”.
Somos un deseo que no encuentra correlato en la realidad porque lo que vivimos como cotidiano implica lucha, segundas, terceras oportunidades, y sobre todo un grado infinito de alternativas que no se resuelven “Así, de una” (como diría mi amiga Ana Yalour).
Una pelea no define la geometría de nuestro amor. No lo limita. Y una derrota, un fracaso, una caída, no implica necesariamente que todo se vaya al demonio. Curiosamente tampoco significa que a partir de ese momento los triunfos nos sonreirán periódicamente y volveremos a sonreir con la plasticidad de un niño. Aunque suene un poco obvio en esta vida, salvo morir, nada es concluyente.
Refugiado entre las páginas del libro me pasé ayer unas cuantas horas. Al principio lei sin apuros, luego apuré la marcha y terminé a toda carrera. A medida que David y Katie, van desarrollando un espiral, empujados bajo un sistema de tira y afloje, por una energía que no alcanzo a entender, pensé en todas aquellas parejas que a lo largo de los años había conocido. Muchas ya rotas o perdidas en el aburrimiento y la fricción. Sólo algunas quedaron y no puedo adjuntar las razones suficientes. Pensé en los amigos que una vez quisimos y de los que ni siquiera guardamos el apellido. ¿Qué nos impulsa en el amor y en el odio? ¿Que espíritu nos anima?
Hacia el final Katie reconoce que un par de buenos Cds y una que otra novela, son herramientas para diluirse en el éter, y acercase de soslayo a la palabra caridad. De la misma manera me perdí en su historia. Abrí la puerta de la lectura y la cerré con llave cuando atravesé el umbral. A la vuelta del viaje, ahora mismo, creo que entiendo mejor el mundo (¡que maravillosa fantasía!) y a las personas. Y que aunque no existe una solución precisa en este guión, como no la hubo para Katie y David, el saberlo me conforma y me alivia.

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